Del fuego nace y muere, de sus cenizas reencarna y con sus ideas llena el alma

viernes, 4 de abril de 2008

Soledad más allá del tiempo


Ese nevado dos de noviembre, atravesé el umbral y ahí estaba…

Todo pasó tan rápido que no me percaté de que sucedió ni cómo.

Nunca lo hice, ni quise hacerlo. No servía de nada pensarlo ahora. Ya era tarde. Ese período encarnaba sólo un triste pasado para mí. Únicamente sabía que, si todavía sentía algo, era una espeluznante y desmesurada soledad más intensa a la que estaba acostumbrado.

Me impresionó mucho ver a ése que se parecía a mi, a tal punto que una correntada de recuerdos azotó mi mente, y dentro de ella surcaron las extraordinarias y prudentes palabras que mi madre me había dicho hacía cuantiosos años:

-No mires lo que no querés ver- farfulló esa tarde de un imperturbable veinte de mayo.

Y eso hice. Me di vuelta e intenté dejar de mirarlo.

Fue difícil, porque su oscuro atuendo me llamó la atención. No me había dado cuenta de la forma tan maravillosa en la que esa tez se ajustaba a la indumentaria oscura. De cualquier forma, era indudablemente tarde, no serviría de nada. Dejé de verlo, ya que me impresionaba. Sólo observé, por encima de todo, lo que iba aconteciendo.

El tiempo estaba tan parsimonioso como las personas que entraban y salían de la habitación. Pero no me inquietaba, después de todo, estaba magníficamente desocupado a partir de aquel día.

Después de un incalculable tiempo, sentí tanto hastío que ya no me daba cuenta de lo que pasaba allí abajo, nuevas sensaciones estaban colmando mi amolada mente; sólo cuando percibí esas tres formidables palabras, puse atención de nuevo:

-descanse en paz- sollozó una tía lejana.

Eso era todo lo que quería.

Me di vuelta y salí volando.